La edad no es un obstáculo para culminar una carrera universitaria. Al contrario, es la oportunidad para capacitarse y establecer una alianza con los nuevos tiempos en que la buena información se ha convertido en un nuevo poder.
Al principio es difícil. La concentración propia de la juventud es un recuerdo lejano después de los cuarenta años. Y eso no es todo, porque después tocan a la puerta las evidencias que más asustan: las cifras y los conceptos se muestran a la deriva en algún lugar recóndito de nuestra memoria.
Sin embargo, cuando la embarcación parece estar a punto de naufragar y no hay ninguna isla donde guarecerse de la tormenta perfecta, aparece el salvavidas, esa experiencia de vida que pone los ejemplos justos y hace sonrojar a la teoría más elucubrada y vigente.
Entonces, ocurre lo inesperado. La mente y el cuerpo analizan la situación y acuerdan una vez más, como en los viejos tiempos, unirse para demostrar que están prestos a la lucha. Pero en pleno éxtasis por el armisticio conseguido, surge otro problema: dedicamos ocho horas al día en procurarnos ingresos para sobrevivir. Una situación compleja que demanda un esfuerzo adicional y por la que la mente y el cuerpo amenazan con una huelga si es que no hay incentivos.
En esta disyuntiva aparece la fuerza de voluntad, aquella que se ha formado a través de los años y que busca conseguir la aprobación por tamaño esfuerzo que ya no solo sorprenderá a los hijos, sino hasta a los amigos que se regodean sobre las extrañas manifestaciones de la andropausia.
¿Se puede estudiar una carrera profesional en la edad madura y con un trabajo de por medio? Sin duda. El ser humano se adapta a diversas situaciones. Por ejemplo, una de ellas es acostumbrarse a que los distraídos estudiantes o vigilantes te confundan con el profesor.
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