lunes, 21 de abril de 2008

Ella se llamaba Rosa

Eran las seis de la tarde del sábado 19 de abril y regresaba con mi hija Athena de comprar anticuchos (trozos de corazón de res sazonados a la parrilla que son una delicia en el Perú) cuando unos pasos metálicos a mis espaldas me hicieron voltear para encontrarme cara a cara con un ángel. Sus ojos eran tan expresivos e impregnados de tanta dulzura que, pese a sus 28 años, parecía una niña de 15. En estas circunstancias, la polio que había dejado su huella en ambas piernas se convertía en un detalle de segundo orden que no ensombrecía para nada su personalidad. Mi hija estaba sorprendida también y extrañada por el pedido de la joven: ella quería que le ayudara a cruzar la pista del óvalo para llegar al centro de la Plaza de la Bandera, en Pueblo Libre. La explicación se supo de inmediato: estaba un tanto deprimida por lo que quería llegar al elevado mástil y ver desde allí el crepúsculo, ese momento en que parece que el sol se oculta detrás de las pirámides truncas de la huaca Mateo Salado. A medida que avanzábamos hacia el objetivo, ella me explicaba que la hacía recordar a su padre cuando la llevaba de paseo hace ya algunos años, que lo extrañaba porque se había separado de su madre. Y ya no pudimos conversar más. Apurados, cruzamos la pista y la dejamos donde quería. Ella nunca sabrá, seguramente, que yo estoy divorciado hace ya un par de años, pero que disfruto ahora más que nunca salir con mis hijas a pasear, porque eso sin duda alguna no es solo patrimonio de las familias constituidas.

No hay comentarios: