
Hace poco les pregunté a mis hijas Athena y Alexandra qué opinaban sobre mí. Ambas me quedaron mirando sorprendidas y no supieron qué responder. Entonces, mejoré la pregunta: ¿Cómo me recordarían si dejara de existir? Ante tamaña crueldad de mi parte, se les humedecieron los ojos, pero contestaron: "que eras bueno, papi". En ese momento, a mi también se me humedecieron los ojos y pensé que ellas formaban parte del legado de un ser humano, con sus virtudes y defectos. Mi vida será eterna por ellas, sin duda. Pero qué difícil es ser padre, sobre todo porque nadie nace con la sabiduría en el corazón y menos en el cerebro. Todo ocurre en el camino, desde el momento en que nacen y se desarrollan, cuando te miran como si fueras un Dios que nunca, ni por asomo, puede equivocarse. Tal vez, el primer trauma de todo niño es darse cuenta que sus padres se equivocan, que son simplemente humanos y nada más. Ellas saben que daría mi vida por ellas, como cualquier padre. Pero cómo me gustaría que el sufrimiento jamás asome la cabeza en sus vidas, algo imposible por cierto. Ellas son mi combustible, sin ellas no soy nada. Por eso trato en lo posible de educarlas con el ejemplo. Esta es una tarea muy difícil, aunque no imposible. Mi hija mayor, Alexandra, fue la que me enseñó a publicar en este blog. Creo que ya me está devolviendo algo de lo que le di, tratar de compartir experiencias para ayudar a los demás. Y eso me hace feliz.
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